Lección del TLCAN: ninguna amistad es segura
- Luego de más de un año de negociaciones, las lealtades previas quedaron de lado para lograr un acuerdo comercial.
La mañana del 27 de agosto, la prensa y los funcionarios de la Casa Blanca se reunieron en la Oficina Oval para el anuncio de un acuerdo comercial. Después de más de un año de negociaciones trilaterales para rehacer el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), Donald Trump finalmente amarró un acuerdo, aunque no como había prometido. Incluía solo a México, sin Canadá.
Trump ansiaba la coreografía pública de llamar al presidente Enrique Peña Nieto frente a las cámaras. Pulsó un botón para ponerlo en altavoz. “¿Enrique?” En lugar del presidente mexicano, hubo un silencio al otro lado, la prensa capturó el incómodo momento. “¿Hola?” Nadie respondía. Mientras los asistentes se afanaban en arreglar la conexión, el triunfo televisivo de Trump se había convertido en una cómica escena al estilo del programa ‘Veep’ de HBO.
En cierto sentido, ese momento encapsuló el año frustrante de las negociaciones del TLCAN que lo precedieron: a las prisas, con poca coordinación, muy publicitadas, y a merced de un presidente veleidoso que ansiaba una “victoria”. Aunque Trump presentó el acuerdo como uno de los más grandes jamás alcanzados (no lo es), los analistas de Wall Street reaccionaron con indiferencia. En una nota para clientes, Goldman Sachs concluyó: “No esperamos que los términos revisados tengan efectos macroeconómicos sustanciales para Estados Unidos, si es que los tienen”. El escepticismo nace de la duda de que el acuerdo debe ser aprobado por el Congreso, donde muchos legisladores quieren a Canadá dentro, pues era el plan original.
Los tres países intercambian cada año más de un billón de dólares de productos, en gran parte dentro del marco del TLCAN, pero Trump y el representante comercial estadounidense, Robert Lighthizer, no están convencidos de que ello beneficie a su país. Si bien en su origen el tratado era visto con escepticismo, ahora los economistas aceptan que estimuló el crecimiento en Estados Unidos, Canadá y México, pero Lighthizer y Trump no están entre quienes se han convencido de ello.
Trump inició las negociaciones amenazando con cancelar el pacto e imponer a sus socios aranceles que serían pagados, dicho sea de paso, por los consumidores estadounidenses. Esa amenaza ayudó a que Canadá y México se aliaran. Los dos países se prepararon contra una embestida estadounidense, pese a que Canadá pidió a su ministra de Relaciones Exteriores, Chrystia Freeland, que dejara a México a su suerte. “Hubo un entendimiento por parte de ambos países de que les sería útil trabajar juntos y hacer un frente común”, dice Bryan Riley, director de la iniciativa de libre comercio del organismo National Taxpayers Union en Washington.
Los equipos de negociación se reunían cada dos semanas turnándose la sede. Los responsables del TLCAN para cada país (Lighthizer, Freeland e Ildefonso Guajardo) intentaron ser amigos, pero el esfuerzo se vino abajo casi de inmediato. Lighthizer parece sentir cierta animosidad hacia Freeland, una experiodista que lo irritó por cabildear en Capitol Hill y provocar oposición a su agenda comercial. Mientras, Guajardo recibió dos pasteles cuando las negociaciones coincidieron con su cumpleaños, Freeland ni siquiera estuvo invitada a las conversaciones cuando fue su onomástico.
Durante las pláticas, los canadienses y los mexicanos generalmente tenían la facultad de regatear, mientras que Estados Unidos mandó a un personal reducido y sin voz. Cuando los altos funcionarios de Trump se presentaban, ni siquiera se molestaban en negociar, solo deslizaban sobre la mesa ofertas de “tómalo o déjalo”. Los canadienses se quejaron en privado de que Estados Unidos no hacía la tarea, mientras que los estadounidenses se quejaba de que Canadá y México se atrincheraban a la defensiva.
Para el momento en que las conversaciones se acercaban a su primer aniversario, el 16 de agosto, apenas habían avanzado a la mitad de los capítulos del tratado, en su mayoría temas de poca relevancia. Los temas difíciles, como las reglas de fabricación automotriz y si el acuerdo incluiría una cláusula sunset, aún no se habían abordado. La esperanza había empezado a desvanecerse para cualquier tipo de acuerdo, y las conversaciones cambiaron a si Trump lo cancelaría directamente. “Fue casi un año perdido”, afirma Riley.
Lo que cambió las cosas fue Andrés Manuel López Obrador, tras ganar las elecciones en julio. Aunado al desencuentro de Trump con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, tras la reunión del G7 en junio, la victoria de AMLO no solo le dio a mexicanos y estadounidenses una fecha límite que cumplir, también le dio a Lighthizer la oportunidad de separar a los mexicanos de los canadienses al enfocarse en salarios más altos para los trabajadores automotrices. Los canadienses se quedaron en la congeladora, mirando de lejos. Luego de que Trump anunciara el acuerdo con México, Freeland voló a Washington para reiniciar las conversaciones el 28 de agosto.
El principal objetivo de Trump para renegociar el tratado había sido recortar el déficit comercial de 70 mil millones de dólares con México y frenar el flujo de empleos manufactureros hacia el sur. Al principio solo habló de “ajustes” en el caso de Canadá y bañó de críticas a su otro socio. Canadá es, por mucho, el mayor comprador mundial de bienes estadounidenses y tiene una relación comercial equilibrada, lo que lo convertía en un blanco poco probable para un presidente obsesionado con el déficit comercial. Sin embargo, a medida que las conversaciones se alargaban, las prioridades de Trump cambiaron, y su paciencia, especialmente con Trudeau, se agotó. Lighthizer, un operador inteligente, fue capaz de pasar de criticar a México a abrazar al socio del sur.
Canadá estaba de vuelta en la mesa y claramente bajo presión para hacer concesiones y cerrar un acuerdo. Freeland aún podía usar a su favor la urgencia de Estados Unidos y México (el deseo de Trump de ganar; el deseo de Peña Nieto de atar las cosas antes de que AMLO asuma el cargo). Por ejemplo, en cualquier acuerdo nuevo, Canadá deseaba preservar los paneles antidumping, esto es, tribunales de terceros donde se pueden resolver las controversias. Con los años, el país ha acumulado un buen historial de ganar esas peleas. Pero Lighthizer ha estado decidido a eliminarlos. “Esa disposición no existirá”, aseguró el 27 de agosto. Otro problema es la industria lechera de Canadá, que no forma parte de TLCAN. Trump está obstinado en destruir el sistema de cuotas de producción y aranceles del país. Trudeau defiende el sistema, pero no descarta usarlo como moneda de cambio.
Luego está el Congreso. Las conversaciones del tratado se han llevado a cabo bajo lo que se conoce como la Autoridad de Promoción Comercial, que otorga facultades al presidente. Lighthizer había buscado con frecuencia hacer pronto el anuncio del acuerdo, con o sin Canadá. Pero no está claro si un acuerdo bilateral con México entraría dentro de esta disposición y permitiría el voto de una mayoría simple del Congreso. Canadá tiene aliados entre algunos senadores republicanos clave, incluyendo a Pat Toomey de Pensilvania, John Cornyn de Texas y Orrin Hatch de Utah, presidente el poderoso Comité de Finanzas del Senado, quienes quieren incluirlo en un acuerdo final.
“Habrá elementos de este entendimiento que creo que el Congreso cuestionará seriamente, al igual que los canadienses, por lo que creo que todavía estamos muy lejos de un nuevo Nafta 2.0”, dice Gary Hufbauer, experto en comercio en el Peterson Institute for International Economics.
Un nuevo TLCAN todavía está a meses de distancia y puede venir con un nuevo nombre. El Congreso probablemente no tendrá la oportunidad de votar un acuerdo final hasta 2019. La señal, sin embargo, es clara: cuando se trata de negociaciones con Trump, ninguna amistad es segura.
Texto: Josh Wingrove, Bloomberg | Foto: Bloomberg