La huella de Chávez en Venezuela, a siete años de su muerte.
05 de marzo del 2020.- La noche fue más noche frente al Hospital Militar de Caracas. Era el 5 de marzo del 2013 y miles nos reuníamos ante la noticia más temida: la muerte de Hugo Chávez. Al país le nacía una tristeza y un juramento de siglos por dentro.
La noticia fue dada a las 4 horas 25 de la tarde por Nicolás Maduro. Existen muchas historias sobre esos minutos. Una de ellas cuenta de un viento frío con un cielo oscuro sobre la ciudad. Lo vi, estaba en la avenida Baralt, cerca de la Plaza Bolívar, donde nos reunimos hasta la madrugada.
La mañana del 6 de marzo comenzó la procesión. Chávez fue llevado desde el Hospital Militar hasta la Academia Militar. Fuimos millones, literalmente. La multitud cruzó Caracas como un lento oleaje rojo, el cajón de Chávez en el centro, con flores, carteles, lágrimas, banderas, canciones.
El velorio duró diez días. Llegaron hombres y mujeres de todo el país, cada quien como pudo, con lo que tenía, para despedir a Chávez, al comandante, darle gracias, prometer. Las colas duraban de día, de noche, de madrugada, kilómetros. Lo vi cerca de las diez de la noche, una señora se había desmayado, afuera las luces del cerro parecían un nacimiento.
En esos días pudo verse la imagen más prístina de lo que representó Chávez para millones. Ahí estaba la profundidad de un proceso político que conmovió a un pueblo, volvió a fundar una historia. No había duda de que el chavismo era mayoría, humilde, y que su oponente, el antichavismo, con una impronta imborrable de clases altas, nunca estuvo dispuesto a entenderlo.
Un mes y nueve días después Maduro ganaba las elecciones y Henrique Capriles Radonski, su oponente, no reconocía la victoria, intentaba un golpe y dejaba once muertos, así como centros de salud y locales partidarios incendiados.
Otra época
El fallecimiento de Chávez ocurrió en una cúspide de época. El continente estaba bajo una mayoría de gobiernos progresistas, de izquierda. Evo Morales, presidente del Estado Plurinacional de Bolivia, por ejemplo, acompañó la procesión desde el Hospital Militar hasta la Academia Militar.
Vinieron al entierro los presidentes de Ecuador, Rafael Correa; de Uruguay, José ‘Pepe’ Mujica; de El Salvador, Mauricio Funes; de Cuba, Raúl Castro; la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner; y de Brasil, Dilma Rousseff, quien estuvo junto al exmandatario Lula Da Silva.
Faltaba poco para que comenzara un proceso de ofensiva articulado por Estados Unidos, que puso en marcha un proceso de restauración y revancha. Una de las expresiones de ese proceso fue la política de desmontaje de los avances de integración latinoamericanas creados en los años anteriores, como la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
En el centro de esos avances había estado Chávez, en un ciclo de acumulación de fuerzas iniciado en Mar del Plata, Argentina, en 2005, para detener el intento norteamericano de imponer el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA) hasta promover, además de los ya citados organismos, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA).
La época de mayor unión de América Latina desde la independencia tuvo a Chávez entre sus artífices centrales. Su entierro no fue únicamente una tristeza venezolana, sino latinoamericana.
Cambios
¿Cómo se miden las transformaciones y permanencias de un país? ¿Cómo se lo hace en el caso de un proceso político con la potencia que desplegó la Revolución Bolivariana? Llegar a Venezuela en tiempos de Chávez era ingresar a una corriente que proyectaba avanzar hacia una desembocadura clara.
El país transmitía una energía política, una efervescencia con una dimensión central: la emergencia protagónica de la gente humilde, de los barrios populares, las zonas rurales, como hacedores de la política, despreciados y subestimados por el antichavismo.
Los impactos materiales comenzaron a aparecer en 2014 y centralmente en el 2015 con el desabastecimiento. Las ciudades se poblaron de colas en las puertas de supermercados, abastos, farmacias, a cualquier hora del día o de la noche. El país que había experimentado años de crecimiento ingresó a un tiempo de resistencia.
El discurso del Gobierno identificó dos enemigos centrales: por un lado, el empresariado oligopólico, a quien se le atribuía la responsabilidad del acaparamiento de productos; por el otro lado, el Gobierno norteamericano. Ambos eran responsables de lo que se denominó como guerra económica.
Las dificultades mutaron durante esos años: la devaluación de la moneda obligó a un cambio monetario, la inflación alcanzó niveles de hiperinflación para luego disminuir, el Producto Interno Bruto (PIB) se contrajo en más de la mitad, se produjo una emigración a gran escala, cambio de trabajos formales a informales, y actualmente, se vive un proceso llamado en las calles como dolarización.
Fueron años, con una derrota electoral legislativa para el chavismo en 2015, escaladas insurreccionales de la derecha en 2014 y 2017, la elección de una Asamblea Nacional Constituyente 2017, de gobernaciones y alcaldías ese año, de presidente en 2018, hasta la formación de un gobierno ficticio paralelo en el 2019.
El tiempo fue siempre vértigo y en esa ausencia de tregua se produjeron cambios profundos. El Gobierno deshizo de su discurso al gran empresariado como enemigo para buscar incorporarlo a un intento de alianza, y centró la confrontación en Estados Unidos y el sector de la oposición golpista.
El cuerpo social, entre asalto y asalto político y económico, atravesó un proceso de restauración de desigualdades materiales y simbólicas. Esa energía política que transversalizaba el país se redujo a territorios y fechas determinadas, y se pasó de una sociedad mayoritariamente movilizada —tanto del chavismo como de la oposición— a una sociedad en gran parte desmovilizada en superficie.
Permanencias
La imagen del entierro de Chávez evidenció las profundidades del chavismo. Los que siempre miraron con desprecio el proceso bolivariano, nunca dimensionaron lo que representaba la Revolución para la gente humilde en todos sus niveles: racional, político, subjetivo, cultural, emotivo, colectivo.
El chavismo se conformó en una identidad política centralmente de las clases populares. Miles, millones, no claudicaron desde la muerte de Chávez, y conforman ese aproximado de 25% de llamado chavismo duro.
Quienes se mantuvieron, pelearon el sueño, fueron y son, paradójicamente, quienes más han sido golpeados por las dificultades económicas. La lealtad se sostuvo como bandera en los cerros, las zonas campesinas, en quienes, antes de la Revolución Bolivariana, solo tenían un sitio en el país: el de la exclusión y la pelea por la arepa de cada día.
Siete años de ausencia de Chávez, de reconfiguración de varias claves políticas, de un nuevo escenario económico donde ganan quienes históricamente ganan, todo un vendaval de acontecimientos no dio por tierra una identidad política y cultural.
Por eso el chavismo es una experiencia diaria en barrios populares, en debates, en imaginaciones del país que vendrá. Por eso, también, en los cálculos electorales para —por ejemplo— las próximas elecciones legislativas de diciembre de 2020 existe la posibilidad de que obtenga la mayoría.
Chávez todavía explica una parte central de la actualidad venezolana. Aquella que niegan los grandes medios, los relatos opositores, la narrativa norteamericana. Esa realidad no se ha rendido.