De Izazaga a Mejía: En el tren de los recuerdos
A quienes tienen algo que contar de “La Estación” del tren porque la conocieron, la respiraron, la sintieron, la vivieron. Y a los que vivieron, sintieron y todavía sienten el temblor. A quienes guardan en los bolsillos pedacitos vivos de nuestra historia, la historia personal.
-¿Está temblando?-Preguntó dudando la señora que junto a mí y otros pasajeros esperábamos el trolebús en la esquina de Madero y eje Central, ahí, a un costado del palacio de Bellas Artes, y debo confesar que antes de responder, me ganó el recuerdo.
Ya pasaron casi 30 años en que muy de mañana, una experiencia inolvidable, un fuerte temblor, me despertó. Mire que no nada más del sueño sino que el movimiento telúrico de las 7:19 A.M., del 19 de septiembre de 1985, me sacudió a la vez, otros recuerdos que hoy se juntan. Recuerdos que me llevaron a mi niñez, a verme una vez más más en las calles de Isabela Católica, San Jerónimo, Mesones, 5 de febrero. Isaac Piña Pérez, H. Colegio Militar, Carlos Castelán Canales, Cuauhtémoc, Mejía.
Y creo dudé yo también, con eso de que en estos días los movimientos telúricos tienen lugar por mucho en todo el mundo. -No señora, toda esta bien-, me oí decirle y caminé sin caminar, volví mis pasos sobre el antiguo andar en el corazón de la ciudad de México. ¿Qué buscaba? Buscaba yo un edificio viejo, como muchos en el centro histórico de la Ciudad de México, que se resistió a caer como cayeron otros más jóvenes. Aquel viejo edificio que conocí “de pe a pa”, a pesar de que siempre estuvo en penumbras. El viejo edificio donde vivó mi abuela Guillermina, mi tío Chato, la tía Mercedes, Oscar, el primo Pancho y el primo Perico. Mi prima Diana. Ese que se resistió a caer como se resisten mis recuerdos al olvido hoy que caminó una vez más estas calles que me vieron peinado con brillantina, de camisa blanca, de suéter en “v”, de pantalón planchado, de zapato negro bien boleado.
Detuve mi paso en la esquina de Izazaga y 5 de febrero, mirando el lugar donde estuvo el edificio y el departamento # 1, y el 2 y el 3, y buscando las huellas del tranvía que de allá por el rumbo de Tepito o Peralvillo a esa esquina nos llevó. Ya no hubo ni tranvía ni edificio de 3 pisos, ese cubo helado que nos vió crecer una vez por mes los fines de semana de muchos, muchos años, en los que papá nos llevó a visitar a la abuela, desapareció como se fue la viejita gruñona, la de la misa los domingos en la Iglesia de San Jerónimo, hoy cerrada y abandonada, después de desayunar avena con leche nido y plátanos fritos, huevo estrellado con bolillos de “La Gluten”, una panadería, en 5 de Febrero, que nunca olvidaré como nunca olvidaré el sabor de los panes recién hechos y que no he vuelto a probar, bueno, ni siquiera por asomo, no porque ya no haya buenos panaderos sino porque de ellos sólo quedó el recuerdo.
Y a mi espalda, sobre Izazaga, busqué a Jacinto, Jaime, Lupe, los niños pobres, más pobres que nosotros, que vivieron en esas vecindades de la acera norte y me pregunté donde estarían, si vivirían, que les deparó el destino una vez que fueron expulsados de sus hogares para dar cabida a la modernidad, a lo que hoy es el Claustro de Sor Juana y su Universidad, que dicho sea de paso, no me trae ningún recuerdo salvo el de que por ahí quedó perdida la tumba de la poetisa de Nepantla. ¿O lo soñé? ¿O ahí enterré entre las viejas historias una mía: la tumba de Juana de Asbaje en ese sitio siempre oliente a orín de gato?
Y busqué afanosamente, en contra esquina, la cantina de Manolo, el buen español que todos los domingos ví barrer antes de las 7 su banqueta. “La Cotorra” desapareció y la tienda de ultramarinos también. Con coraje borré de una mirada la tienda de ropa que hay en su lugar y me mordí los labios para no decir “maldita modernidad”, te empeñas en robarme mis recuerdos. Con “La Cotorra” se fue de plano mi tío “Chato”, muerto hace 15 años, el único gruñón de esa casa que fue amable y “rebuena gente” con los “hijos de Pedro”, su hermano, pues ya no ví más esas puertas abatibles de las que salimos muchas veces tambaleantes, él por las copas, yo porque no aguanté nunca su peso.
Y entonces recuerdo también a mi abuela materna y su casa en la colonia Maestranza, nombre que el pueblo le dio por dar cobijo a los talleres de la compañía minera Real del Monte y Pachuca que así mismo se llamaron. Aquel café con leche que tanto me gustó, los panes con mantequilla y azúcar, los posters de los jugadores que salieron, semana a semana, en el hoy extinto “Novedades” y que cambié con ella por una “pelada a casquete corto”.
El camino de casa, en la “Flores Magón”, a la de la abuela Concha, implicó pasar frente a los talleres de Maestranza, atravesando las vías del ferrocarril, a la altura de la bocacalle de Isaac Piña Pérez y Carlos Castelán Canales. La salida del Tren que llevó a miles y miles de hidalguenses y de otros lares, lo mismo a Irolo que a Tula, a México, pasando por La Soledad, la primer parada y, después casi al llegar, por Lechería y hasta Buena Vista, la estación ferroviaria allá en la otrora ciudad de los Palacios.
Y recuerdo también que muchas veces me pregunté: ¿qué habrá del otro lado? Yo sólo ví, hasta que me atreví a visitar su patio, que la máquina y los vagones entraron y salieron lo mismo con carga que con pasajeros, con niños y adultos, niñas y señoras que venían a la capital de los pueblos que hicieron las rutas. Y me vino a la memoria aquellas plataformas donde se apilaban los barriles, de madera, por supuesto, que trajeron el pulque de los Llanos de Apan, el “néctar de los dioses” que tanta fama dio a la región. O aquellos rectangulares que llegaron cargados de trigo y cebada, granos que alimentaron dos pichones que me regaló mi abuela Concha.
Y salidas de la “horqueta” de trueno, con lengüeta de cuero y ligas como impulsores, veloces, vuelven las piedras redondas como canicas, pesadas, que trajeron a la estación en góndolas y que muchos años después supe eran de manganeso: esos proyectiles negros con los que “dimos fuego” a un sin fin de pájaros “Primavera”, que tuvieron uno de sus puntos de migración en los viejos pirules de Cuesco y alrededores, mismas que año con año cubrieron las tardes de negro y amarillo pues en miles volaron por sobre nuestras cabezas.
Y vino a mi mente aquella mañana en que saludando al maquinista, Enrique o Raúl, o Juan, no recuerdo el nombre pero si su honesta alegría cuando después de su invitación, subimos al poderoso caballo de acero y ocupamos por unos instantes, creo fueron siglos, su asiento y saludamos a otros niños como nosotros desde esa ventanita mágica que nos llevó aún más lejos en el mundo del ferrocarril. Y vino a mí, aquel andén, él único por cierto, donde abordamos el tren cuando descubrimos que del otro lado, por la calle de Mejía, estuvo la entrada, la taquilla y la sala de espera, esa de las bancas de madera, tipo rejilla, como las de todas las estaciones del tren que conocí cuando pequeño. Así recuerdo las de Querétaro. Así fueron en Cuautla. Así confeccionaron las de Veracruz.
Y entonces, aprieto los labios al volver a mí y corroborar que ya no existe el edificio de Izazaga # 101, donde estuvieron escondidos recuerdos de mi niñez, ni el tranvía que me llevó. Y entonces me aferro al tren de los recuerdos para viajar de Izazaga a Mejía, sin comprar boleto.
A luego me siento en la esquina de Cuauhtemoc y Mejía y digo tan sólo para mí aunque queriendo que todos me oigan: Ya el destino se llevó a mis dos abuelas, un temblor y la modernidad el edificio de Izazaga, pero aún me queda hoy “La Estación”, esta importante referencia histórica, parte de la historia misma de quienes vivimos en la capital o alguna vez viajamos de “mosquita” o como pasajeros saliendo, claro está, de la vieja estación de la calle de Mejía, donde por fortuna todavía se escucha pitar, al tren de los recuerdos.