Colaboraciones

Charlas de Taberna | Por Marcos H. Valerio | Placer entre tablas y sábanas fétidas

En medio del bullicio y el eterno deambular de mercaderes, diableros, compradores y vecinos, ellas se mantienen, ante la contemplación de curiosos, ataviadas con minúsculas y hasta estrafalarias prendas.

En el arrabal citadino de parias y mujeres de edad que escudriñan entre los desechos del mercado por encontrar algo para comer, ellas se muestran indemnes ante las miradas furtivas de potenciales clientes, quienes, sin importar su edad, rondan el lugar entre indecisos por acercarse y preguntar: ¿Cuánto?

Ellas, mientras tanto, perdidas en la muchas veces larga espera, susurran por momentos palabras descifrables a aquellos que las contemplan o bien lanzan una invitación: “vamos, te voy a tratar bien”, “si tu esposa te trata mal, yo sí te comprendo”.

A los adolescentes libidinosos les sonríen y les dicen “no te preocupes, yo te enseño”; otras se dejan tocar sus partes íntimas “para que se animen”.

Algunas buscan a su cliente, otras platican entre ellas o leen una revista, esperando la agonía de la tarde que culmina entre la sombra de la noche.

Infinidad de estas mujeres que se aposentan frente a los comercios, esquinas o lugares aledaños, algunas jóvenes y otras ya de la tercera edad, lucen cuerpos en ciernes devastados y grotescos.

Finalmente, cuando llegan a un acuerdo con el cliente, tras los instantes del trato, se dirigen entre el tufo, el vicio, la delincuencia y el silencio a unas viejas bodegas insalubres que servirán como habitaciones provisionales “para un rato de placer”.

De esta forma, como un ciclo interminable que no varía, estas mujeres desempeñan uno de los oficios más antiguos de la humanidad: la prostitución.

El placer derrochado en una vieja vecindad

Y así…en algún lugar de La Merced, por avenida Circunvalación, frente a una zapatería, un joven de unos 24 años de edad descubre a su “musa”, a quien ansiosamente buscaba en las calles aledañas desde hace ya 45 minutos.

Saca de la bolsa trasera de su pantalón gastado de mezclilla un cepillo, se frota el pelo y se acerca a ella, a quien pregunta inmediatamente: ¿Cuánto?

La mujer sonríe y contesta: “250 y no regateo. Ah, además 50 pesos por el cuarto que está a dos cuadras, allá por San Pablo. No voy a otro lugar, pues la última vez me golpearon, allí me conocen y me hacen el paro, tú también estarás seguro”.

–¿Cómo se llama el hotel? (contesta el joven).

No es hotel, no seas güey, es un cuarto -responde la sexoservidora-. Bueno, en realidad es una vieja bodega acondicionada para “ratos pasionales”.

Una vez pactado el trato verbal se dirigen al lugar convenido, se mantienen callados, caminan por esas calles donde se percibe escasa escolaridad, grupos marginados, precoz actividad sexual y temor a represalias por parte de servidores públicos y explotadores.

El joven y la mujer entran en una vieja vecindad, recorren un angosto pasillo oscuro y loseta quebrada. Hasta el fondo se encuentra la bodega con camas insalubres hechas por tablas y huacales, cubiertas por unas sábanas mugrosas que emanan olor fétido. Cada “cuarto” lo divide una cortina, a través de la cual, se escucha el murmullo de otros “que gozan el momento”.

La encargada de allí comparte una torta con una niña de unos nueve años de edad, ambas están sentadas en la entrada y, frente a ellas, sólo una mesa, un silbato, una caja de cartón y papel higiénico.

Aquí empieza el jugoso negocio de la prostituta. Se alza la minifalda y condiciona: “ya empieza, tienes 15 minutos. Si tardas más, son otros 50 pesos; si quieres que me desvista de la cintura para arriba te sale en otros 50 pesos y, toda completa, 50 pesos más. Ah, si quieres otro trabajito extra, nos podemos arreglar”.

Asombrado el joven contesta: en eso no quedamos.

¡Claro que sí! Allá afuera sólo preguntaste cuánto cobraba por “un rapidín”, pero nunca las demás tarifas. Y apúrate, que ya van dos minutos. Si quieres hacerla de “tos”, basta con que chifle para que mis cuates vengan, te madreen y te atraquen.

Pero si te portas bien, te recomiendo para que te lleven hasta el Metro Candelaria y no te atraquen. Eso sí, les das para sus chelas…

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