Charlas de taberna | Los pasos de gigante de Raúl González | Por: Marcos H. Valerio
Es una verdadera leyenda del deporte mexicano, el marchista Raúl González. Un hombre que no solo conquistó las pistas del mundo, sino que se forjó con una historia de lucha y superación que comienza en las humildes tierras de China, Nuevo León.
Durante su charla, narra su infancia, en ese rincón de Las Lajas, donde los sueños parecían tan lejanos como el horizonte en las vastas llanuras. «Crecí en una familia pobre», cuenta Raúl, mientras sus ojos reviven esos días duros. La lucha diaria era sobrevivir, poner comida en la mesa. Pero, en medio de la adversidad, había algo que su madre le repetía una y otra vez: la perseverancia.
De aquel humilde hogar, lo único que quedaba claro era que estudiar era la única llave hacia un futuro distinto. Pero Raúl también encontró en el deporte su propia vía para descubrirse, para escapar, aunque fuera por unos momentos, de la realidad que lo rodeaba.
Desde joven, el béisbol fue su pasión. Pero, como muchos en su situación, practicarlo era un lujo inalcanzable. «Los uniformes, los zapatos, todo era demasiado caro para nosotros,» recuerda. Sin embargo, fue en ese momento cuando su madre intervino.
Con sus manos de costurera, le confeccionó un short y una camiseta, y con gran esfuerzo, le compró unos tenis de 10 pesos. «No eran los mejores,» admite Raúl con una sonrisa, «pero para mí significaban el mundo».
Y fue ahí, con esos humildes tenis, que comenzó a correr. Correr le daba algo que no había sentido antes: libertad. Esa sensación de que no importaba lo que tenías, sino lo que eras capaz de hacer. Cada zancada, cada metro recorrido lo acercaba a un sueño que aún no conocía, pero que ya empezaba a perseguir.
La pista se convirtió en su santuario, el lugar donde sus piernas y su resistencia hablaban más fuerte que cualquier otra cosa. La marcha atlética pronto lo atrapó, y Raúl no solo quería participar, ¡quería ganar! Así, se entregó en cuerpo y alma, dedicándose con una autodisciplina que marcaría cada etapa de su vida.
Y así llegó a lo más alto. Las calles de Las Lajas quedaron atrás, pero la enseñanza de su madre y el sacrificio familiar lo acompañaron hasta Los Ángeles, en 1984. Allí, con el mundo entero observando, Raúl conquistó dos medallas olímpicas: la plata en los 20 kilómetros y el oro en los 50 kilómetros. Pero lo que más resalta no son los metales, sino el reconocimiento de que todo el esfuerzo, cada lágrima, cada sacrificio, había valido la pena.
«Fue la culminación de una vida dedicada al sacrificio,» dice Raúl. Desde ese pequeño rincón de México hasta lo más alto del podio olímpico, Raúl González no solo corrió por su país, sino por todos aquellos que, como él, alguna vez soñaron con cambiar su destino.