Charlas de taberna | Cuando el América se convirtió en Águilas Negras | Por: Marcos H. Valerio
Hoy, el fútbol mexicano se viste de luto para despedir a Leo Beenhakker, un estratega que dejó una huella imborrable en el corazón del americanismo y en la historia de nuestra Liga MX.
Como se recordará, su paso por el América en la temporada 1994-95 no solo marcó una época, sino que dio vida a un equipo que, sin alzar un trofeo, se convirtió en leyenda: las Águilas Negras, un apodo que resonó con orgullo gracias a la magia de jugadores como François Omam-Biyik, Kalusha Bwalya y Adrián Chávez, Luis Roberto Alves “Zague”, entre otros.
Cuando Beenhakker llegó al nido de Coapa, trajo consigo una visión revolucionaria, heredada de la escuela holandesa que él dominaba con maestría. Su filosofía era clara: atacar siempre, divertir al público, hacer del fútbol un espectáculo. Y vaya que lo logró. Con un 4-3-3 vibrante, transformó al América en una máquina ofensiva que no solo ganaba, sino que arrasaba.
Los números lo respaldan: en 31 partidos dirigidos, las Águilas anotaron 78 goles, con resultados tan apabullantes como el 7-3 ante Morelia, el 8-1 frente a Correcaminos o el 3-4 en el Clásico Nacional contra Chivas en el mismísimo Jalisco.
El apodo de Águilas Negras nació de la chispa que encendieron Omam-Biyik y Kalusha, dos africanos que irrumpieron en el fútbol mexicano con una fuerza desconocida hasta entonces. François, el camerunés, era un depredador del área: veloz, letal, con un remate de cabeza que parecía desafiar la gravedad. Sus 30 goles en la temporada lo convirtieron en el terror de las defensas rivales.
Kalusha Bwalya, el zambiano de toque exquisito, era el cerebro en el mediocampo, un arquitecto que tejía jugadas con precisión quirúrgica y sorprendía con disparos de larga distancia. Juntos, no solo elevaron el nivel del equipo, sino que rompieron estereotipos, demostrando que el talento africano podía brillar en México.
Pero sería injusto hablar solo de ellos. Adrián Chávez, bajo los tres palos, era un guardián incansable, un portero que transmitía seguridad y atajaba lo imposible. Su presencia en la portería era el cimiento sobre el que se sostenía el vendaval ofensivo.
A ellos se sumaban figuras como Luis Roberto Alves “Zague”, con sus 23 tantos y su liderazgo; Joaquín del Olmo, el motor incansable; Raúl Rodrigo Lara, el equilibrio perfecto; y un joven Cuauhtémoc Blanco, quien, bajo la tutela de Leo, comenzaba a mostrar esa genialidad que lo convertiría en ídolo eterno.
Cada partido era una fiesta en el Estadio Azteca. La afición, entregada, llenaba las gradas para ver a un equipo que no se conformaba con vencer: quería enamorar. Si recibían un gol, respondían con tres; si iban abajo 2-0, remontaban con un 7-3.
Era un América que jugaba con el corazón en la mano, con una pasión que contagiaba a propios y extraños. Incluso quienes no vestían los colores azulcrema reconocían que aquel equipo era diferente, especial.
Sin embargo, la historia de las Águilas Negras no tuvo el final que merecía. En abril de 1995, a cuatro fechas del cierre de la fase regular, Beenhakker fue cesado abruptamente por diferencias con la directiva, un episodio que aún duele en el alma americanista.
El equipo, líder y favorito al título, perdió el rumbo y cayó en semifinales ante Cruz Azul. Quedó el sinsabor de un campeonato que parecía destinado a sus manos, pero también la certeza de que, con o sin copa, aquel América marcó una época.
Hoy, al recordar a Leo Beenhakker, no solo honramos a un técnico de élite que llevó al América a tocar el cielo, sino a un hombre que entendió el fútbol como un arte. Su legado vive en cada gol de Biyik, en cada pase de Kalusha, en cada atajada de Chávez, en cada gambeta de un joven Cuauhtémoc. Las Águilas Negras nunca serán olvidadas, porque representaron la esencia de lo que el fútbol debe ser: pasión, espectáculo, valentía.
¡Descansa en paz, maestro!