Campanario

Charlas de taberna | Desde las tierras zoques de Chiapas, se recuerda la tragedia de hace 43 años | Por: Marcos H. Valerio

El calendario marcaba, 28 de marzo de 1982, el aire en Francisco León, Chiapas, olía raro, como a azufre podrido. La sierra zoque, siempre tan callada, temblaba bajo nuestros pies desde hacía días. Los viejos del pueblo decían que era la tierra quejándose, pero nadie imaginó lo que venía.

Yo tenía 23 años, era una joven curiosa, recién llegada de la universidad para estudiar las raíces de mi gente. Jamás pensé que terminaría siendo testigo de cómo el volcán Chichonal nos arrancaría la vida que conocíamos, afirma Silvia Ramos, oriunda y testigo de tan terrible evento.

“Esa noche, a las 11:32, el suelo se sacudió como si un gigante lo hubiera golpeado. El cielo se encendió con un resplandor naranja, y el estruendo del Chichonal hizo que el corazón se me subiera a la garganta. Desde mi ventana vi cómo una columna de humo negro trepaba al cielo, y luego empezó a llover ceniza, una nieve gris que no paraba. Mi madre gritó que saliéramos, pero no sabíamos a dónde ir. En las calles, la gente corría con pañuelos en la cara, algunos cargando a sus hijos, otros mirando al volcán con ojos de terror. “Es el fin”, murmuró un vecino. Y aunque no lo fuera, así se sentía”.

La testigo, recuerda que, los días siguientes fueron un caos de temblores y miedo, pero lo peor llegó el 3 de abril. Ese día, el Chichonal no solo rugió; vomitó su furia sobre nosotros.

“Desde la ladera donde nos habíamos refugiado, vi cómo una nube ardiente bajaba a toda velocidad, como un río de fuego y muerte. Los flujos piroclásticos, los llaman ahora, pero entonces solo sabíamos que era el infierno en la tierra. En minutos, Francisco León y Chapultenango quedaron borrados del mapa. Casas que habían estado ahí por generaciones, la iglesia donde bautizaron a mi hermano, la escuela donde aprendí a leer… todo sepultado bajo toneladas de ceniza y piedra”.

“Recuerdo el silencio después. Un silencio pesado, roto solo por los llantos de quienes buscaban a sus familias. Mi tío José no volvió; lo encontraron días después, atrapado bajo los restos de su taller. Yo misma ayudé a cavar entre los escombros, con las manos negras de ceniza, buscando señales de vida. Pero no había mucho que encontrar”.

“Alrededor de dos mil almas se perdieron, y más de 20 mil tuvimos que dejar atrás nuestras casas, nuestras tierras, nuestro pasado. La ceniza lo cubrió todo. Los maizales donde jugábamos de niños se volvieron un desierto gris; los ríos, que antes cantaban con el agua clara, se envenenaron. La ayuda tardó demasiado. Los primeros en llegar fueron los soldados, pero no había comida, no había agua limpia, solo ceniza en los pulmones y desesperación en el alma. Pasé noches sin dormir, escuchando a mi abuela rezar entre lágrimas, preguntándole a Dios por qué nos había olvidado”.

LA TIERRA QUE NO OLVIDA

Con los años, el paisaje cambió. Donde antes se alzaba el cono del Chichonal, hoy hay un cráter inmenso, una caldera de 1.6 kilómetros que parece un ojo gigante mirando al cielo. La naturaleza se abrió paso entre las cicatrices, pero nosotros, los zoques, seguimos llevando las nuestras en el corazón. En las noches de fogata, los abuelos cuentan cómo la tierra rugió y el sol se escondió. No es solo una historia; es nuestra herida, nuestra fuerza.

“Yo me quedé en Chiapas, estudiando volcanes para que nadie más viva lo que nosotros. La tragedia del Chichonal nos enseñó que la tierra tiene memoria, y gracias a ella hoy hay estaciones que vigilan cada suspiro de los volcanes. Pero cada 28 de marzo, cuando miro esa caldera, siento el eco de aquella noche. No es solo el recuerdo de lo que perdimos; es el orgullo de haber sobrevivido. El Chichonal nos marcó para siempre, pero también nos mostró de qué estamos hechos: de ceniza, sí, pero también de resiliencia”, afirma con miedo Silvia Ramos.

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