El 8 de marzo es mucho más que una fecha en el calendario; es un llamado apasionado a la justicia, a la igualdad y a la seguridad de todas las mujeres. Es el día en que miles alzan su voz para denunciar realidades dolorosas y exigir un cambio profundo en la sociedad. La protesta es una herramienta vital para transformar la realidad, y es inspirador ver la unidad y el compromiso que se vive en cada manifestación.
Sin embargo, desde mi perspectiva, resulta esencial reflexionar sobre algunas consecuencias que pueden surgir en el camino hacia el cambio. Uno de los aspectos que merece atención es el impacto sobre ciertos servicios de transporte, recursos que son fundamentales para la vida diaria de muchas mujeres. Cuando se ven afectados elementos clave de la movilidad urbana, se corre el riesgo de que aquellas que dependen de estos servicios—ya sea para llegar al trabajo, a la escuela o a otros espacios de importancia—se vean obligadas a asumir rutas alternativas que podrían ser menos seguras.
La esencia de nuestra lucha no debe comprometer el bienestar de quienes, día a día, se esfuerzan por construir un futuro digno y autónomo. Es posible y necesario encontrar estrategias que permitan expresar el descontento y la exigencia de cambios sin sacrificar la funcionalidad de herramientas tan esenciales como el transporte público. De este modo, la protesta se convierte en un acto de cohesión y cuidado, en el que cada acción contribuya a fortalecer nuestra autonomía sin crear barreras en el camino.
En definitiva, la reivindicación de derechos y la búsqueda de equidad deben ir acompañadas de un compromiso integral que incluya el bienestar colectivo. Proteger nuestros espacios y recursos es parte de la lucha, y al hacerlo, nos aseguramos de que el cambio que tanto anhelamos se construya sobre una base de respeto y solidaridad. Por nosotras, y para nosotras, es vital que cada paso dado en la protesta también sea un paso que fortalezca la seguridad y la calidad de vida de todas.
