12 de diciembre, día de la Virgen morena, la virgencita del Tepeyac.
“Sombras nada más, acariciando mis manos, sombras nada más, en el temblor de mi voz”… Sombras, Javier Solís.
-Abusados con el de la camioneta. Jorge, pásale a Lupita las veladoras, sí, a la mamá del chato, guey a quien más, y también llévenle sus flores. Los dos ramos, uno para ella y el otro para la Virgencita. Y que Luis se traiga ya la guitarra para que acompañe los cantos de aquí al parque de la Morelos donde entran los mariachis-. Voces iban y venían, el contingente ya estaba completo, las abuelitas cuidaban de nosotros o nosotros de ellas, como quiera es igual, siempre fuimos los protagonistas.
Y también llegaron Don Lupe y Nachita, el del santo con un sombrero de fieltro y ella, con su rebozo de hilo traído de “Mixquilpan” y comprado en unos de esos domingos de balneario en el Thepé; Carmelita con un chal igual de hermoso, sólo que este era de lana y traído por allá de Chiautempan, o de Tlaxcala, que se yo, pero se veía re abrigador. Y salieron también la mamá de Reyna y la de Paulino y Carmelita la del sastre y doña Zenaida, la esposa del otro artista del hilo y la aguja, de la máquina de coser, doña Chelito.
-Ya llegó Justino con los cohetes- se escuchó entre la algarabía de los niños, la religiosidad de los adultos y la casi santidad de nuestro viejos. Y las voces se cruzaban en una romería sin tregua: -“ya empiézalos a formar, solamente 4 para cargar a la virgen y después nos vamos rolando; las muchachas, Toya, Linda, Licha, Paty, Marcelina, que lleven las flores y los chavos que caminen entre las filas”-. Y así, poco a poco se integró la peregrinación que, como cada año, salió de la Flores Magón a la hoy llamada Basílica Menor de Guadalupe, pero nunca olvidada, “La Villita”.
Y ayer, fuimos como los grandes, los ceremoniosos adultos, aunque a decir verdad, hubiéramos querido una vez más, ser los chamacos de la velas, de las flores, del cargar a los peregrinos, los de los mandados, los “escandalosos”. Atrás quedaron esos años, los que se fueron pero no se olvidan. -Ya ma, nunca me dejas ir a la capilla, vamos a cantarle las mañanitas a la Guadalupita y luego nos bajamos-.
Y en el recuerdo mismo vinieron aquellas noches en el cerro de La Capillita”, al menos con medio siglo de vida, que cada año se llenaba en su cumbre con cientos de fieles guadalupanos que subíamos a la media noche para amanecer
cantando y cantándole las mañanitas a la virgen morena. También hubo quien estuvo ahí porque “tenía que pagar una manda”, “una promesa que le hice a la Virgen”; otros más, a rezarle a la morenita del Tepeyac y de paso, pedirle no “me desampares”, “cuídame a mijo que se va pal norte”, “dale salud a mi viejita, es tan linda y amorosa como Tú madrecita”. Rezos, beso, cantos, tragos, chalupas y pambazos, café de olla, voces que hoy regresan, recuerdos que se agolpan.
Y mirando el mismo cerro, el mismo que caminamos de arriba a abajo una y cien veces, vuelve a posarse ante mi vista y retorna con él, la imagen de mi madre amada y hoy ausente, los rostros infantiles de quienes como Yo hoy peinamos canas y algunos, ya ni nos peinamos porque el tiempo se ha echado encima de nosotros. Silvestre, Raymundo, Joel, Jorge, Justino, Manuel, José, Lucio, los Rafaeles, él y las Isabeles, Mario, Magos, Ana, Estela, Juana…
Y ahí vamos una vez, subiendo por el costado derecho, allá por donde Barro Mex tuvo su mina, y rodeando al paso, llegando a la cima, no sin antes escuchar los lamentos del “encardonado”, del que las “uñas de gato le rasgaron el pantalón”, las que con las hojas espinosas de la huapilla se quedaron sin medias; los que de plano ya no podía subir.
Y en los recuerdos mismos se atropellan las imágenes, las de ayer y las de hoy, las del absoluto respeto de los automovilistas a las peregrinaciones, de los niños y jóvenes ayudando y, respetando obvio, a las viejitas y los viejitos, a los adultos y aún, a las chavas, porque no eran más que nuestras vecinas, nuestras hermanas, nuestras novias, que también hicieron presencia allá en lo alto del cerro de “la Capillita”.
Y vuelven también las historias de los aparecidos, de los milagros concedidos, de las cosas extrañas que sólo el manto maravilloso de la reina de México pudo hacer posibles: “el niño que volvió a caminar”, el ciego que volvió a la luz, el sordo que volvió a oír, el mudo que volvió a la palabra, historias ciertas o inventadas pero que fueron parte de la historia de muchos pachuqueños que como nosotros convergimos en la cumbre de “nuestro Tepeyac” allá en san Bartolo.
Tiempos de ayer que contrastan con los de hoy, en el que locos automovilistas, intolerantes religiosos, vuelcan su frustración y los autos mismos sobre los fervientes contingentes que rezando van, que pidiendo a la reina del cielo nos de paz, amor, caminan por las calles pachuqueñas para llegar a la iglesia de la Villita, la misma de ayer, la misma de hoy en el día de la madre morena, la virgencita del Tepeyac, La Guadalupana.