Charlas de Taberna | Por Marcos H. Valerio | Judíos y palestinos entre diálogo de sordos.
Las angostas y sinuosas calles de la antigua ciudad de Jerusalén, en Israel, son el escenario de un impresionante espectáculo religioso cultural, difícilmente visto en otro lugar del planeta. Diariamente miles de personas de distintas edades, orígenes y creencias se funden entre el ruido y los olores de los viejos bazares, dando vida a un verdadero mosaico humano que impresiona y conmueve.
Israelíes y árabes, judíos y musulmanes, sinagogas y mezquitas. Todo en el mismo sitio, cuna de historias milenarias. Todo a sólo metros de distancia. Paradójicamente, en la realidad más lejos que nunca.
Jerusalén es quizá uno de los ejemplos más claros de un perturbador entorno de dos pueblos en conflicto. Naciones que intentan convivir y sobrevivir, en medio de lo que parece un diálogo de sordos.
La espiral de violencia que envuelve a ambas partes golpea duro, desata emociones y enceguece.
“Los palestinos son terroristas y crueles”. “Los judíos son imperialistas y asesinos”. Estas son algunas de las tantas acusaciones que se escuchan de uno y otro lado. Los niños a menudo oyen dichos calificativos, con lo que sin duda alimentan sus odios.
A ratos da la impresión de que israelíes y palestinos están ensimismados en sus propios dolores y que no pueden o no quieren ver más allá de su nariz. Que los líderes ocupan el tiempo buscando motivos para culpar al otro, y no se preocupan de husmear en sus propios errores.
El miedo, la generalización y el desconocimiento del otro, dan origen a una peligrosa dinámica de prejuicios, que lo único que hace es disminuir las posibilidades de un acercamiento, de una tregua, de un camino para la paz.
El temor aleja al otro, genera odio, rompe puentes. El desconocimiento aumenta la desconfianza y los prejuicios. Ambos elementos se entrelazan y crece una bola de nieve. Avalancha que en su camino ya aplastó a miles de judíos y árabes inocentes.
Tal vez, algún día entre israelíes y palestinos se construirán puentes y no muros. Por ahora, todos los días se ponen ladrillo más en la pared.
El cerco levanta cuestionamientos, justificaciones. Motiva rabias y con él, hay hasta quienes duermen más tranquilos. El muro de más de 650 kilómetros que hoy divide a palestinos y judíos, es pequeño si se le compara con el que se levantó en los corazones de dos pueblos atemorizados por el terror que infunde la represalia, sin importar de dónde venga esta.
La muralla se implantó en los corazones de los ciudadanos que deambulan por Tel Aviv y Jerusalén, con miedo a que una buseta explote, y se anidó en la retina de los niños palestinos que ven en los buldózeres a un dragón judío que devora todo lo que se pone a su paso. El cerco de concreto está firme, pero la otra pared, la que divide mentes y corazones, tendrá que ser derribada primero, porque si no la guerra nunca terminará.
Y esto es una verdadera bomba de tiempo, una papa caliente, pues son ciudadanos, jóvenes, mujeres y sobre todo niños que sienten odio en el presente y serán a futuro adultos cerrados a cualquier diálogo.